por Patricia Gaviria
Septiembre 2014
Como es de agradable recordar esos
momentos mágicos de la infancia, donde la alegría y la vitalidad eran parte normal
de nuestra vida. Esos tiempos donde la imaginación fluía fácilmente y
buscábamos los elementos más sencillos para estimular nuestro espíritu: saltar y
correr detrás de una pelota por buscar el placer del movimiento; entonar una
tonta canción, con todo los pulmones, para incentivar nuestro jubilo; perseguir
una pequeña hormiga por el simple hecho de saciar nuestra curiosidad; y
sentarnos a hablar con nosotros mismos, con la tranquilidad de expresar
nuestros pensamientos y sentimientos, sin preocuparnos de ser valorados por los
demás.
Lastimosamente, para muchísimas
personas eso ha quedado en la historia. Y es que se nos enseña que para mostrar
madurez debemos adoptar comportamientos nuevos, más serios, que sean dignos de
un verdadero adulto; pues, ya no existe tiempo para las “tonterías” infantiles.
Excitados nos colocamos la nueva armadura, y con valentía salimos a enfrentar
los nacientes retos y responsabilidades. ¡Estamos seguros de que todo estará bien! Pero,
generalmente, los hechos se presentan diferentes: nuestros cuerpos van perdiendo
vitalidad, los pensamientos y emociones van pasando de positivo a negativo y la
seguridad comienza a deteriorarse. Pareciera que ya la risa se produce forzada,
que la creatividad no recorre nuestro cerebro, y que la fe en un digno sentido
de la existencia, se va esfumando poco a poco. Que entre más forzamos a los
demás para que nos escuchen y valoren, más rápido nos encontramos solos e
ignorados.
Confundidos con este panorama, ajeno
a lo anteriormente vivido, comenzamos a buscar ayuda externa.
Algunos campos nos dicen que estamos
enfermos, igual que millones de personas alrededor del mundo, que nuestros
cuerpos están estropeados y que la única manera de controlarlo es tomando
medicamentos; se nos coloca un sello de “depresivos”. Otros campos, a través de
terapias, retoman todos los hechos conflictivos que hayamos vivido, y tratan de encontrar algún “culpable” de nuestra confusión. Determinadas filosofías, nos
convencen que éste es el destino del ser humano, que Dios nos manda castigos para
poder aprender y evolucionar; y otras declaran que inevitablemente debemos
enfrentar los “karmas” adquiridos en vidas pasadas.
Cada una de estas disciplinas, desde su
punto de vista, está haciendo lo mejor que puede para colaborar con la
situación, y en muchos casos son efectivas; sin embargo, cuando no se generan soluciones
permanentes, debemos, entonces, adoptar una
posición diferente. Extender una hoja de papel en blanco, lista para ser impresa con una
nueva imagen… una imagen más nítida y refrescante, con ideas que nos permitan entender
nuestra naturaleza de un modo más práctico.
Empecemos por convencernos que, como
todo lo que existe, somos “energía” y debemos tratarnos como tal. En la gran
escala o espectro universal, se nos asigna una frecuencia de vibración individual;
lo que nos convierte en seres únicos y especiales, con una conexión única y
especial con el resto del universo. De hecho, estamos conformados por tres
corrientes energéticas -física, mental y espiritual- que aunque coexisten, son
independientes y nos brindan condiciones especificas para nuestro desarrollo. La
corriente física o material es la que da vida al cuerpo y permite percibir las
sensaciones que nos conectan con nuestro entorno. La corriente mental, le
brinda al cerebro la materia prima para producir nuestros propios conceptos
acerca del mundo físico; además, de ser la generadora de las emociones. Y la
corriente espiritual, nos trae información mucho más compleja que la producida
por la corriente mental, permitiéndonos experimentar raciocinios y emociones
mucho más altruistas.
Ahora bien, cada una de estas
corrientes debe mantener una frecuencia vibratoria determinada para que sus
funciones se desempeñen apropiadamente; como un aparato de radio, cuando está
en la frecuencia exacta, recibe toda la información de las emisoras en una
forma limpia y clara. Igual, cuando nuestras corrientes energéticas están en
sintonía, nuestro cuerpo se mantiene sano y vital, nuestra mente maneja la
lógica y la concentración, nuestras emociones se mantienen en positivo, y
nuestro espíritu logra la conexión con la sabiduría creadora.
Pero, si por circunstancias diversas,
las corrientes se de-sintonizan, entramos en un campo de estática y ruido, que
va distorsionando dicha información. Nuestro cuerpo se va desprogramando; los
sentidos se van entorpeciendo; el ritmo del corazón varía, la sangre, los
fluidos y hormonas van mermando su volumen; nos sentimos pesados y en general
la salud se deteriora. Mentalmente, vamos perdiendo el entendimiento lógico -lo
que nos lleva a tomar decisiones erróneas en nuestro diario vivir; la memoria y concentración empiezan a fallar,
y, en consecuencia, las emociones se van distorsionando. Por supuesto, cuando
el cuerpo y la mente están tan salidos de su punto óptimo de frecuencia, la
corriente espiritual no logra trabajar en nuestro cerebro; nos sentimos,
entonces, perdidos y sin esperanzas, desconectados de la fuente de vida que
inyecta la fuerza y el entendimiento para seguir viviendo.
¿Cómo podemos mantener nuestras tres
corrientes en sintonización?
La respuesta es bastante simple: debemos
crear hábitos con actividades sencillas y naturales, que el mismo universo nos
ha puesto en frente desde el principio de los tiempos, y son las únicas capaces
de estimular nuestra energía en una manera apropiada que nos lleve de vuelta al
estado original de armonía y equilibrio. Nuestro cuerpo, se debe estimular
principalmente con ejercicios rítmicos y suaves (preferiblemente danza y
natación); se debe exponer -con frecuencia y moderación- a elementos que activan la energía, como el
sol, agua, naturaleza y una combinación apropiada de alimentos naturales.
Nuestra mente debe estar expuesta, rutinariamente, a procesos lógicos, donde se
efectúen pasos progresivos que originan un resultado integral; por ejemplo,
actividades matemáticas, rompecabezas, pintura, escritura, música, manualidades o métodos como la Radio-meditación (la cual
reprograma el cerebro con vibraciones positivas) para que las emociones se
produzcan en positivo. Finalmente, cuando el cuerpo y la mente estén en línea, podemos
brindarle a nuestro espíritu las condiciones propicias para su desarrollo, con
prácticas de recogimiento y auto-comunicación.
Si nos convenciéramos del gran poder
que tienen Dios y el universo, no solo para mostrarnos qué aspectos están
fallando en nuestras vidas, sino también para colocarnos en el camino adecuado
de nuestro verdadero destino; no dudaríamos en retomar las pequeñas “tonterías”
que hacíamos de niños y en dejar fluir libremente la pasión de vivir que viene
aferrada a nuestra esencia desde el día de nuestro nacimiento.
Patricia Gaviria
Autora, Conferencista & Promotora de Crecimiento
Personal
Fundadora del movimiento Moviendo Energías
Acreditada por Experiencias de Vida